jueves, 17 de abril de 2014

Cien años de soledad

El domingo, en efecto, llegó Rebeca. 




Recuerdo que la primera vez que intenté leer Cien años de soledad me fue imposible. No entendí nada. ¿Qué era aquello de que los hombres tenían que señalar las cosas porque no había palabras o eso de que las casas estaban construidas, con un material extraño, en forma de huevos? No pasé del primer capítulo, en realidad, no pase de las primeras diez páginas, creo que tendría yo alrededor de doce años. En pocas palabras, el libro no me atrapó y desistí, no sin pesar, recordando la historia que platicaba mi papá.  Al parecer él había encontrado aquél libro en casa de mi abuela Lupe hace muchos años, si mal no recordaba era la tarea de su hermana durante la licenciatura, cuando lo terminó lo dejó por ahí, con fecha y firma, y mi papá lo tomó, comenzó a leerlo y en menos de una semana lo había terminado, gracias a lecturas nocturnas y a levantarse más temprano para hacer las tareas del hogar debidamente asignadas, como a todos sus hermanos y hermana, así no se despegó del libro. Pasarían años para que otra novela le causara la misma sensación.  
Así pues, un tanto avergonzada con mi papá, le regresé el libro, que para mí encerraba tanto misterio con aquella portada extraña y que me causaba una sensación de dificultad insuperable. En fin, todo en ese libro me parecía sumamente raro, pasarían años hasta que volviera a intentarlo. 
No recuerdo exactamente por qué me decidí a tratar de leer aquél libro otra vez, estaba yo en secundaria cuando escuché que una amiga de mi hermana lo estaba leyendo, y que le estaba gustando muchísimo. Me parece salió la plática con mi papá y le expliqué que había desistido porque francamente no había entendido nada de nada, me imaginaba figuras y personas extrañas cuando leía las primeras páginas. Fue entonces cuando mi papá me explicó el arte de la metáfora y de la exageración en la narración de Gabriel García Márquez...Voila! Ahora tenía sentido, y me sentí capaz y con ganas de intentarlo de nuevo. 
Con mi renovado entusiasmo mi papá se ofreció a prestarme su libro pero era más fácil comprar uno nuevo debido a que el suyo, firmado por su hermana aún, estaba en alguna de las sinnúmero de cajas que componen su desordenada pero vasta biblioteca. Me decidí a buscar mi libro, aquél verano fuimos a Nayarit en donde encontré el ejemplar perfecto, con un portada muy bonita, lo comencé y lo terminé antes de regresar a casa. Me fascinó, entendí que no había que comprenderlo todo, ese era el deleite de la obra. Los sinsentido, las cosas sobrenaturales y/o inexplicables que los expertos llaman "realismo mágico". 
Mi bonito ejemplar lo releí una o dos veces más, mi personaje favorito, es Rebeca; mi escena favorita, cuando Remedios se va; la más triste, cuando muere José Arcadio; la que me puso chinita la piel, cuando muere José Arcadio Buendía; a la que siempre extrañaré, a Úrsula...
Mi libro lo presté a dos entrañables amigas, digamos que no lo he vuelto a ver, pero me dio gusto de que sí lo hayan terminado, con ello vale la pena el extravío. Hace poco un maestro muy querido, originario de Colombia, me explicó que muchas de las cosas que parecieran extrañas o exageradas son en realidad conductas muy regionales, lo cual me provocó el apetitio de una relectura más, sumado al hecho de una nueva propuesta: leerlo en voz alta y con la persona amada.
Siempre hay más de una razón para leer Cien años de soledad, sólo hay que encontrar la nuestra.

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