jueves, 28 de noviembre de 2013

Ibargüengoitia para historiadores.

Para Saraí Ramos,
por ser la primera en hablarme de él.


Éste año fue de Ibargüengoitia. A treinta años de su muerte, la remembranza a estado más que tangible. Desde un homenaje por la revista Letras Libres celebrado en el Festival Cervantino en Cuévano, perdón, Guanajuato hasta recogerlo en las calles de Zacatecas con un Sálvese quien pueda en marco de los festejos del día internacional del libro.

Recuerdo perfectamente el día en que escuché de Ibargüengoitia por primera vez, fue durante el primer semestre en la licenciatura en historia. Una compañera nos habló, si mal no recuerdo, de su novela favorita Las Muertas (1977), que narraba la historia de unas hermanas dueñas de un burdel apodadas "Las Poquianchis". Recuerdo que la historia me dejó impactada, así como se narra el impacto general en Cuévano en Estas ruinas que ves (1974). Ese día, sin notar yo la verdadera complejidad, nos acercábamos a la temática de las diferencias y semejanzas entre el relato de ficción y el histórico.

El primer semestre de la licenciatura fue para mí un atracón de todo lo que pude ver, leer, escuchar. La Ilíada, La Odisea, Ámparo Dávila, Roma, el griego y el latín fueron para mí el mayor descubrimiento, lo mejor que me había pasado. Recuerdo que al regresar a mi tierra natal, le platiqué a mi papá de la exposición de las Poquianchis y, sin decirme nada, me alcanzó el libro, colocado cuidadosamente junto a las otras del mismo autor. Sólo me dijo "Una novela, que yo clasifico, como perfecta." (Enfatizando el "perfecta").

He de confesar que no la leí inmediatamente, en realidad apenas miré la portada con la imagen tomada de un cuadre que, años después supe, era de Joy Laville. Leí cinco de sus seis novelas en diciembre del año pasado, además de su libro de cuentos La ley de Herodes (1967). Me enamoré perdidamente como suelo hacer, dice mi madre, siempre que descubro a un autor "nuevo". Las Muertas y Dos Crímenes (1979) me hicieron reír a carcajadas con las situaciones más bizarras. Ibargüengoitia me había enseñado el verdadero sentido del humor negro.

¿Qué me enamoró? ¿Su tono irónico? ¿su atrevimiento? ¿su alto sentido crítico? No lo sé.
Pero las novelas que más alimentaron esa obsesión por el discurso histórico envuelto en ficción fueron, sin duda, Los relámpagos de agosto (1964) y Los pasos de López (1981). Esa maestría de mostrar el lado más despiadado de la naturaleza política mexicana de los siglos XIX y XX o el modo de narrar acontecimientos históricos casi a modo de una parodia lúcida y crítica a la vez. Características que se repiten en el resto de sus obras, recordemos que Ibargüengoitia se presentaba a sí mismo como dramaturgo antes que novelista. Pienso que a muchos historiadores les gustaría, en secreto, poder escribir la historia de manera "ibargüengoitiana."



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