lunes, 24 de marzo de 2014

Como agua para chocolate

Y eso no fue todo, el llanto fue el primer síntoma de una 
intoxicación rara que tenía algo que ver 
con una gran melancolía y frustración que hizo presa 
de todos los invitados y los hizo terminar en el patio,
los corrales y los baños añorando cada 
uno al amor de su vida.

Como agua para chocolate
no era una novela que se me antojara leer. Desde que recuerdo, el libro estuvo en  casa en un mueble enorme, que me parece, perteneció a mi bisabuelo Alberto. No se me antojaba leer aquella novela por la sencilla razón de que no me parecía apetecible el chocolate preparado con agua,  imaginaba el sabor y aunque mi mamá me explicara que así se acostumbraba originalmente, no me terminaba de convencer la idea. Recuerdo que lo hojeé algunas veces y alcancé a ver que tenía recetas de cocina o algo por el estilo y mucho menos llamó mi atención. Tuvo que pasar más de una década para que dos entrañables amigas me hicieran amplias recomendaciones y al ver su emoción, me sentí un poco tentada, me insistieron en que por lo menos viera la película que, en palabras de una, era una excelente adaptación, ella, por supuesto, había leído el libro.
Un día sin mucho qué hacer, recordé la recomendación y me dispuse a buscar la película, para mi suerte completa en internet. Me fascinó. La narración, la ambientación, esa combinación en dosis perfectas de fantasía y realidad, que los expertos denominan como "realismo mágico", la combinación de la trama como la descripción sutil del contexto histórico del México norteño antes y después de la Revolución.
Los capítulos pasaron por mis dedos sin que yo lo percibiera, y poco a poco me sumergí en la narración de la bisnieta de Tita, si no me falla la memoria. En lo particular me gustan las historias envueltas en historias, especialmente aquellas que desarrollan historias familiares, en las que a través de distintas generaciones, se enmarca una narración única llena a su vez de personajes y anécdotas. Así se desarrolla la vida de Tita y sus hermanas, hasta llegar a una generación mucho más cercana, relativamente, a la nuestra. Y es que el siglo XX pareciera atrapado aún en éste que se supone ya es el XXI y en algunos rasgos es posible sentirnos identificados.
Es perceptible, desde las primeras líneas, que la historia se centra en las mujeres. Pero mujeres distintas en todos los aspectos, desde la sirvienta fiel que ha visto pasar por sus manos a casi todas las generaciones cuando eran bebés, hasta aquella que es la cabeza de familia luego del infarto de su marido. La narración de Laura Esquivel es tan extraordinaria que no es necesario que los personajes se muevan mucho de su lugar, casi todo transcurre en una hacienda al norte del país donde los rumores de la Revolución no eran más que charlatanerías. Sólo el paso del tiempo es quien trae las trasformaciones y los destinos irrevocables de cada uno de los personajes.
Una novela que nos remite a Penélope, en una mujer que tejió la colcha más grande del mundo, que nos enseña a hacer un pastel de bodas que nos hará llorar recordando el primer amor, a curar quemaduras, o que, en realidad, Zacatecas fue tomado por una mujer hace cien años ya.

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